Muñecas
A mi me gustaba jugar con camiones. Nunca con muñecas. Tampoco me gustaban los peluches que me metían en la cama a los cuatro años. No estaban vivos: ni desprendían calor, ni se movían con la respiración. Cada mañana aparecían tirados en el suelo tras ser cruelmente arrojados por mi mano. Jamás me han atraído los sucedáneos. Tuve la fortuna de no parecer demasiado machorra por no gustarme los balones. Tampoco me tentaron las bicicletas: soy torpe y no coordino movimientos. Siendo menor de 8 años tenía pavor a los golpes. Con 11 años lo intenté con los patines. Estaba tan rígida que me convertí en el recochineo de toda la calle. Con 12 intenté en serio nadar, pero mi padre no es que ayudara con entusiasmo. Con seis casi me ahogo porque mi madre en vez de vigilarme estaba dando la lengua con otra señora (expresión que hoy en día hay que matizar como simple chismorreo, no como besuqueo). Es curioso... siempre que me sucedía algo malo de cría, mi madre estaba charlando con alguien. Aparenta tan asfixiante la pobre. Ya veis, todo es cuestión de apariencia.
A pesar de tener predilección por otro tipo de juegos, mis tíos recurrían al regalo fácil. Es niña...pues muñecas. Así, al cabo de los cumpleaños, navidades, santos y demás fiestas acumulé una cantidad nada despreciable de éstas. Lo terrible es que llegó un momento en que al cruzar el umbral de la pubertad me entró el agobio: “ a estas pobres las van a jubilar y sólo he jugado en mi vida con par de veces con ellas...pues nada, a sacarles rentabilidad”. Así que ni corta ni perezosa, escogí a unas 6, las coloqué en hilera sobre la cama, en formación como soldados y les inventé una vida.
Érase que se era una vieja reina empobrecida y miserable que vivía con sus seis hijas en una granja arruinada. Para salir adelante, puso a sus hijas a trabajar plantando lechugas 16 horas diarias. Sólo podían hacer una comida al día, la cena a la luz de una vela. Tocaban a un huevo frito para mojar, uno para todas, por supuesto. Mientras la madre, hacía contactos y al final, las lograba casar con condes, duques y marqueses. FIN.
Unos instintos maternales, los míos, la mar de cariñosos.
Ah, al final traspasaron las muñecas a otra casa y no es que llorase demasiado. Vamos que me importó un pimiento.
Moraleja: no regaléis muñecas a las niñas, regalad libros.
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